Los mitos más arraigados en una sociedad se discuten y reinventan en la calle. En el andar de los peatones o en los estacionamientos intermitentes que forma el tráfico se manifiestan los aciertos y fracasos de la sociedad.
Al caminar por las calles de Monterrey se hacen evidentes los desaciertos en materia de cuidado del medio ambiente. La ausencia de árboles en banquetas y camellones es una declaración ineludible de descuido ambiental.
Por desgracia, el desplazamiento de lo vivo por el gris del cemento no sólo es una afectación a nivel de percepción. Durante 2016, la Organización Mundial de la Salud calificó la capital de Nuevo León como la ciudad con la peor calidad del aire del país.
Del paisaje regio que describió Alfonso Reyes en “Sol de Monterrey” queda muy poco.
En los árboles ardían
las ascuas de las naranjas,
y la huerta en lumbre viva se doraba.
Hoy sólo arden los grandes panorámicos hasta decolorarse por el sol y se doran los techos de los autos varados en un embotellamiento.
Pero volver a dar vida a la ciudad no es una cuestión de retornar al pasado movido por la nostalgia. En los edificios se lee una historia de progreso, edificada con el esfuerzo de aquellos que en en la infancia “no conocieron sombra, sino resolana” y que vale la pena conservar. El reto al que se enfrenta Monterrey consiste en reconocer la modernidad que la puso en el mapa, pero sin prescindir de la naturaleza para lograr el desarrollo.
Con el objetivo de sumarse a dar una solución a la mala calidad del aire en la ciudad, los vecinos de DistritoTec pusieron en marcha un programa de arborización. El sueño de un distrito verde se plasmó en un programa de cuatro etapas que permitiera tener más árboles y garantizar su calidad a lo largo de los años.
Aunque parecieran evidentes los beneficios de contar con árboles en la ciudad, es a pie de banqueta donde se desmitifican los supuestos. “Cada cabeza es un mundo”, versa el dicho popular, y los vecinos del polígono lo ejemplifican. Así como hubo quien aceptó tener un árbol sin hacer demasiadas preguntas, hubo quien tomó mayores precauciones antes de decir sí: ¿No irá a romper la banqueta?, ¿estos árboles sí resistirán las heladas?, ¿quién barre las hojas?
Las dos primeras preguntas son un recuerdo de la legitimidad que da la experiencia. Los proyectos comunitarios se enriquecen de quienes ya han andado estos caminos, y en ese sentido su retroalimentación es muy valiosa. La última pregunta, por otra parte, evidencia que en algún momento nos dejamos de entender como comunidad y eso la vuelve preocupante.
Al preguntar ¿quién barre las hojas? se renuncia entre líneas a esa responsabilidad y se recarga todo el trabajo de lo que ocurre en el espacio público al otro. No entender el espacio compartido como una extensión del individual termina por aislar a las personas en casas con bardas cada vez más grandes, por vecinos que, en esencia, se convierten en completos desconocidos.
En ese sentido, el árbol es un ejemplo claro de este fenómeno. Al no poder contener los beneficios que trae consigo al “dueño” del árbol, los incentivos para cuidarlo se vuelven menores. Como si por tener que compartir el aire limpio o la sombra, ésta valiera menos.
Sin embargo, no siempre la reticencia a adoptar un árbol radica en un egoísmo simple y llano; a veces revela algo más profundo: una herida en lo colectivo. Cuando un vecino que ya ha tenido un árbol rechaza la adopción de uno nuevo, lo que niega no es el proyecto en sí mismo, sino lo que la colectividad implica. Su rechazo se vuelve una denuncia de desconfianza fundamentada en haber hecho algo por lo público en el pasado y haberse encontrado solo en esa lucha por lo común.
En esos casos, el árbol se vuelve entonces más que un planta, porque se erige como instrumento para reparar los lazos comunitarios. Se vuelve un pretexto para volver a creer en el otro y exhibir como conjunto valores necesarios para hacer comunidad (como son la solidaridad y la corresponsabilidad).
En cada árbol se encuentra no sólo la posibilidad de mejorar la calidad del aire que todos respiramos, sino la de reconciliarnos con lo público. Es una oportunidad para erradicar la idea nociva de que lo que es de todos no es de nadie y comenzar a construir una nueva narrativa donde lo que es de todos es, en efecto, una responsabilidad compartida.
Reforestar nuestro distrito es la oportunidad perfecta para dejar de preguntarnos ¿quién barre las hojas?. Mejor comencemos a barrerlas nosotros y así construir la confianza en que nuestros vecinos harán lo mismo.